Fue un desastre. Y una enorme tragedia. Pero no fueron simultáneas. Primero se configuró el desastre. Después se desató la tragedia. El 25 de marzo de 1911, hace ya casi ciento doce años, ciento veintitrés mujeres y veintitrés hombres murieron en New York en un incendio que arrasó tres pisos del edificio Asch, donde funcionaba una fábrica de blusas y camisas, que empleaba mano de obra inmigrante y barata, casi esclava, bajo un régimen laboral igualmente esclavo y salarios de hambre. Un ladrillo del desastre que alzó el edificio de la tragedia.
El edificio es hoy monumento nacional, se alza aún y alberga algunas instalaciones de la New York University, en el 23 y 29 de Washington Place, cerca del entrañable Washington Square Park, un barrio que a su manera enlaza el Village con el Soho y ve nacer a la legendaria Quinta Avenida.
La tragedia fue la más grande en la historia de la ciudad, superada sólo por los atentados contra las torres del World Trade Center, en 2001, y la conmoción fue tal, que impulsó la creación del Día de la Mujer Trabajadora que más tarde se unió, o sirvió para enlazar, esa evocación con el Día Internacional de la Mujer que se celebró el pasado miércoles.
Aquel fue, también, un drama de inmigrantes. Inmigrantes judíos eran Max Blanck e Isaac Harris, los dueños de Triangle Shirtwaist Company, la fábrica de ropa que ocupaba los pisos ocho, nueve y diez del edificio construido en 1901. Las ventanas de la fábrica miraban a la esquina noroeste de Greene Street y Washington Place y detrás de esas ventanas trabajaban unas quinientas personas, en su mayoría mujeres, en su mayoría jóvenes, en su mayoría inmigrantes italianas y judías. Trabajaban nueve horas al día de lunes a viernes y siete horas los sábados. Por esas cincuenta y dos horas de trabajo semanales cobraban entre siete y doce dólares, equivalentes a unos trescientos treinta dólares de hoy. Ese fue otro ladrillo del drama en el edificio de la tragedia.
Contra esas condiciones de trabajo, y de salarios, se alzaron a su modo las trabajadoras de Triangle Shirtwaist. Armaron una pequeña huelga de protesta, con permanencia en los puestos de trabajo, que no tuvo mucho éxito: pedían una reducción en las horas laborales, igual salario al de los hombres que hacían las mismas tareas y mejores condiciones de trabajo. La protesta derivó en otro ladrillo en la construcción de la tragedia: los dueños de la fábrica ordenaron cerrar las puertas para evitar, entre otras cosas, que ingresaran en la fábrica delegados gremiales de los textiles.
En la fábrica estaba prohibido fumar. Pero era sabido, y acaso tolerado, que los cortadores de telas y algunas de las humildes costureras, lo hacían a escondidas, echaban el humo entre sus ropas para evitar ser descubiertos: estaban rodeados de materiales inflamables, las telas en principio, las tintas colorantes luego, y los solventes y disolventes tradicionales de la industria. Un cigarrillo mal apagado, un fósforo al descuido, pudieron dar origen al incendio.
Un artículo del New York Times sugirió días después que el fuego pudo haberse iniciado por una chispa en algunos de los motores de las máquinas de coser que eran operadas todas por mujeres. Una serie de artículos en la legendaria revista Collier’s, una gloria del periodismo americano que nació en 1895 y dejó de publicarse en 1957, una nueva revista con ese nombre salió a la calle en 2012, sugirió que detrás del incendio de Triangle Shirtwaist había algo más oscuro. Reveló que en ciertos sectores de la industria textil existía un “patrón de incendios” que afectaba a la industria de la confección cuando un modelo pasaba de moca y había stock de “clavo”, o determinadas telas habían pasado de moda sin pasaje de regreso o, en general, existía un “exceso de inventario” por lo que un incendio providencial de lo inservible, deparaba a los fabricantes el cobro del seguro por telas y prendas. Una revista del negocio de los seguros, The Insurance Monitor, lo dijo en términos más delicados: reveló, en un artículo de opinión, que los seguros para los fabricantes de ropa estaban “bastante saturados de riesgo moral”. Aunque Blanck y Harris, los propietarios de Triangle Shirtwaist, eran conocidos por haber soportado cuatro incendios anteriores, vistos como sospechosos, en este caso no hubo ni pruebas ni sospechas de un incendio intencional.
Fuego mal habido, chispa eléctrica o intención aviesa, todo apuntaba a la tragedia. El jefe de los bomberos neoyorquinos se inclinó luego por la hipótesis del fósforo o el cigarrillo mal apagado y los recortes de tela acumulados en contenedores bastos y de madera: todo inflamable.
En su informe, el jefe ubicó el origen del incendio en un contenedor de telas chatarra, decenas de kilos de trapos inservibles, bajo la mesa de uno de los cortadores del octavo piso, vecino a la ventana de la esquina noreste del Edificio Asch. A las cinco menos veinte de la tarde de aquel sábado 25 de marzo, poco antes de que terminara el día laboral para todos, un hombre que caminaba por Washington Place vio salir humo de esa ventana. La primera alarma llegó a los bomberos cinco minutos después. En el interior de la fábrica estaban sus dueños y sus hijos. Ni bien empezó el fuego, los tres pisos ardieron por completo en media hora, un empleado de contaduría de la fábrica, con su oficina en el piso ocho, alcanzó a dar la alarma al resto de empleados y operarios, y también avisó, por teléfono, a la gente del piso diez. Pero nadie pudo avisar a quienes trabajaban en el piso nueve: no hubo ni una alarma audible, ni posibilidad de comunicación telefónica. Una de las sobrevivientes, Yetta Lubitz, “la primera voz de alarma que llegó a nosotros lo hizo junto con las llamas”.
Los pisos tenían varias salidas, incluidos dos ascensores de carga, una escalera de incendios y otras escaleras que bajaban a Greene Street y a Washington Place. Pero las llamas, todo ocurrió a una velocidad impresionante, impidieron el escape por la escalera que daba a Greene y la puerta que daba a Washington estaba cerrada con llave. Además de impedir el eventual acceso de delegados gremiales, los dueños de Triangle cerraban los accesos con llave para “impedir el robo de mercadería por parte de los trabajadores”. Los bolsos de todas las mujeres eran revisados cuando salían de trabajar. Alguien tenía la llave de esa puerta esencial: un capataz que fue el primero en escapar por los techos del edificio, al igual que los dueños y sus hijos, por la escalera de Greene que llevaba a la azotea y no a la calle.
En tres minutos, esa escalera quedó inútil, copada por el fuego, para encarar el escape hacia arriba o hacia abajo. Quedaba una sola escalera de escape. Estaba mal hecha. Los funcionarios municipales de 1901 habían permitido a los constructores del edificio Asch que en vez de una escalera de incendios reglamentaria instalara, de manera provisoria, esos por ahora que duran para siempre, una estructura de hierro frágil y mal fondeada, a la que el fuego retorció y derribó en minutos cargada al menos con veinte personas que intentaron huir por ella y murieron al caer al pavimento desde más de treinta metros.
Algunos pocos pudieron escapar en los ascensores, mientras funcionaron. Los dos ascensoristas del edificio, Joseph Zito y Gaspar Mortillaro, hicieron tres viejas de ida y vuelta para recoger gente de los tres pisos incendiados. Mortillaro fue el primero que desistió, cuando el calor dobló los rieles de su ascensor. En su desesperación, las victimas forzaron las puertas para abrirlas y saltar al vació por el hueco, o intentar deslizarse por los cables: un acto desesperado. Varios cuerpos cayeron con violencia en el techo de los ascensores y deformaron incluso el de Zito, que ya no pudo hacer más viajes a los pisos superiores. Sin escaleras para huir, sin ascensores para llevarlos a la calle, cercados por las llamas y el humo, el resto de las costureras y los pocos hombres que trabajaban en Triangle esperaron la muerte o saltaron al vacío, a la vista de decenas de personas. La primera persona en saltar fue un hombre; luego, los testigos vieron a una pareja que se besó en los labios antes de saltar al vacío; algunas de las víctimas esperaron hasta que las llamas alcanzaran sus vestidos y se lanzaron en llamas, como extraños proyectiles encendidos que golpeaban contra el pavimento. William Gunn Shepard, uno de los cronistas del incendio, diría días después: “Esa tarde aprendí un nuevo sonido, tan horrible como indescriptible: el ruido sordo de un cuerpo vivo al chocar a toda velocidad contra una vereda de piedra”.
Los bomberos llegaron enseguida, pero los tres pisos del edificio Asch ya estaban abrazados por las llamas que eran indetenibles por obra de otro ladrillo en la edificación de la tragedia: las escaleras destinadas a combatir el fuego y al rescate de víctimas, no eran tan largas como para alcanzar siquiera el séptimo piso. No sólo el fuego impedía acercarse a los bomberos, también lo hacían los cuerpos que caían desde lo alto y que no podían ser atajados por sus redes, que se rompían.
Los cuerpos que cayeron desde lo alto, casi todas mujeres, fueron alineados en las veredas, frente al edificio. Era un espectáculo aterrador. Horas después fueron colocados en ataúdes, también alineados sobre las mismas veredas. Era un espectáculo atroz que, años después, describiría Louis Waldman, asambleísta socialista de New York: “Una tarde de sábado de marzo de ese año –el 25 de marzo, para ser exactos– me encontraba sentado en una de las mesas de lectura de la antigua Biblioteca Astor. Era un día crudo y desagradable y la cómoda sala de lectura parecía un lugar encantador para pasar las pocas horas que quedaban hasta que cerrara la biblioteca. Estaba profundamente absorto en mi libro cuando me di cuenta de los camiones de bomberos que pasaban corriendo por el edificio. (…) A pocas cuadras de distancia, el edificio Asch estaba en llamas. Cuando llegamos, la policía había levantado un cordón alrededor del área y los bomberos luchaban sin poder hacer nada contra las llamas. Los pisos octavo, noveno y décimo del edificio eran ahora una enorme cornisa rugiente de llamas. (…) Horrorizados e indefensos, la multitud, yo entre ellos, miró hacia el edificio en llamas, vieron a una niña tras otra aparecer en las ventanas enrojecidas, se detuvieron por un momento aterrorizados y luego saltaron al pavimento, para aterrizar como pulpa destrozada y sangrienta. Esto continuó durante lo que pareció una eternidad espantosa. De vez en cuando, una niña que había dudado demasiado era lamida por las llamas que la perseguían y, gritando con la ropa y el cabello en llamas, se lanzaba como una antorcha viva a la calle. Las redes salvavidas que sostenían los bomberos se rompieron por el impacto de los cuerpos que caían”.
Nunca se supo con exactitud cuántas personas murieron en el incendio de Triangle Shirtwaist. Las primeras cifras hablaron de entre ciento cuarenta y uno y ciento cuarenta y ocho. Finalmente, la cifra quedó fijada en ciento cuarenta y seis muertos, sesenta y dos de ellos habían saltado al vacío. Ciento veintitrés víctimas eran mujeres. El resto, varones. Las causas de las muertes: quemaduras, asfixia, lesiones por impacto contundente o una combinación de las tres. Casi todas las mujeres eran muy jóvenes, casi niñas, muchas recién llegadas a Estados Unidos. La víctima de mayor edad era Providenza Panno, de cuarenta y tres años. Y las más jóvenes, Kate Leone y Rosaria “Sara” Maltese, de catorce.
Los cuerpos fueron levantados de las veredas y trasladados a Charities Pier, al final de la calle 26, entre el East River y la Primera Avenida. El sitio también es conocido como “Misery Lane”, y por allí desfilaron familiares y amigos para identificarlos. Todas las víctimas fueron enterradas en dieciséis cementerios diferentes. Veintidós cuerpos fueron sepultados en la Hebrew Free Burial Association, en una sección especial del Mount Richmons Cemetery. Seis cuerpos quedaron sin identificar hasta que el historiador Michael Hirsch completó la lista después de cuatro años de investigación. Las seis víctimas fueron enterradas juntas en el cementerio Evergreen, de Brooklyn y pasados luego a otro sitial donde yacen bajo un monumento de mármol que muestra a una mujer arrodillada.
Los dueños de Triangle Shirtwaist, Max Blanck, de cuarenta y siete años en el momento de la tragedia, e Isaac Harris, de cuarenta y ocho, que habían sobrevivido al incendio porque pudieron huir por los techos ni bien estalló el fuego, fueron acusados de homicidio en primer y segundo grado. Fueron a juicio el 4 de diciembre de 1911. Su abogado, Max Steuer, desarrolló una estrategia agresiva para salvar a sus clientes. Primero, destruyó la credibilidad de varios testigos al sugerir al jurado que podían haber sido aleccionados por los fiscales. En especial, lo hizo con la sobreviviente Kate Alterman, a quien hizo repetir su testimonio varias veces: la mujer usó siempre las mismas palabras. Cuando los fiscales acusaron a Blanck y a Harris de haber mantenido las estratégicas puertas de salida cerradas con llave, Steuer alegó que no se había probado que los propietarios supiesen eso. Finalmente, el jurado absolvió a los dos empresarios de los cargos de homicidio involuntario en primer y segundo grado. En 1913, un juicio civil los encontró culpables de “muerte por negligencia”: los demandantes recibieron una indemnización cercana a los setenta y cinco dólares por cada uno de los fallecidos. La aseguradora de Blanck y Harris les pagó cerca de sesenta mil dólares por las pérdidas totales en el incendio.
Ocho días después de la tremenda tragedia, Rose Schneiderman, una destacada socialista y activista gremial, habló en un acto recordatorio en el Metropolitan Opera House, a orillas del Central Park. La escucharon las afiliadas a la Women’s Trade Union League: “Sería una traidora a estos pobres cuerpos quemados si viniera aquí a hablarles de camaradería (…) Cada vez que los trabajadores salen a protestar de la única manera que saben contra condiciones que son insoportables, se permite que la mano dura de la ley nos presione con fuerza. (…) La mano fuerte de la ley nos hace retroceder, cuando nos levantamos, a las condiciones que hacen que la vida sea insoportable. No puedo hablar de compañerismo con ustedes reunidos aquí. Se ha derramado demasiada sangre. Sé por mi experiencia que depende de los trabajadores salvarse a sí mismos. La única forma en que pueden salvarse es mediante un movimiento obrero fuerte”.
Una de las testigos de la gran tragedia, que vio caer a los cuerpos desde lo alto y los vio luego tendidos en las veredas cercanas al edificio Asch, fue Frances Perkins. Estaba a punto de cumplir treinta y un años y, con el tiempo, sería nombrada Secretaria de Trabajo de los Estados Unidos, bajo la presidencia de Franklin D. Roosevelt. Perkins se dedicó a identificar y dar solución a conflictos laborales y a impulsar una nueva legislación entre la que se destacó el proyecto de ley que dio a los trabajadores menos horas de trabajo en una semana laboral conocido como “Proyecto de las 54 horas”. La última sobreviviente del incendio fue Rose Freedman. Estaba a punto de cumplir dieciocho años el día de la tragedia y siguió a los ejecutivos de Triangle en su huida por los techos. Se convirtió en una defensora de los sindicatos por el resto de su vida y murió en Beverly Hills, California, el 15 de febrero de 2001, a punto de cumplir ciento ocho años.
Después de la tragedia, como suele suceder, todo se unió para cambiar las condiciones del desastre que desatara más muertes y llantos. Siete meses después de Triangle Shirtwaist, se fundó la Sociedad Americana de Profesionales de la Seguridad. El Estado de New York creó una Comisión de Investigación de Fábricas para enterar a los legisladores de cuánto había que corregir para prevenir riesgos, muertes, mejorar la prevención y combate de incendios, condiciones de trabajo antihigiénicas o inseguras y enfermedades ocupacionales. El trabajo de esa comisión derivó en treinta y ocho leyes que regularon y transformaron las condiciones laborales en ese Estado y le dieron fama de reformador y progresista. Los investigadores descubrieron que habían identificado más de doscientos establecimientos donde podría repetirse la tragedia de Triangle, por lo que fue obligatorio la instalación de extintores de incendios, rociadores automáticos de agua, sistemas de alarma, nuevos y mejores baños y comedores y se fijó un límite para el trabajo de mujeres y chicos.
Aquella tragedia cambió para siempre la historia de los derechos laborales de las mujeres. Pero no la cambió toda.